martes, 8 de junio de 2010

LIBROS

La Parábola de la Prohibición

Un estrambótico capítulo de la historia nos puede enseñar mucho.

Por Johann Hari

Publicado en SLATE el Jueves, 3 de junio de 2010 a las 10:03 AM ET

Traducción Max Flint

Desde que comenzamos a merodear las sabanas de África, los seres humanos hemos presentado algunos impulsos apabullantes e inextirpables – para obtener comida, sexo y drogas. Cada sociedad humana ha buscado atajos para alcanzar un estado alterado de conciencia: el hambre de una subida química, una bajada o un empujón de costado placenteramente nuevo es universal. Mire detenidamente a través de la historia y se consigue por doquier. Ovidio decía que el éxtasis inducido por las drogas era un regalo de los dioses. Los chinos fabricaban alcohol ya en la prehistoria y cultivaban opio para el año 700 AC. En fragmentos de pipas de arcilla hallados en la casa de William Shakespeare, se encontró cocaína. George Washington insistía en que los soldados americanos recibieran whiskey todos los días, como parte de sus raciones de alimentos. La historia humana está llena de químicos, bajones y resacas.

En cada generación, hay moralistas que tratan de empapar este impulso natural en condenas morales y quemarlo en una hoguera. Creen que los humanos, despojados de sus intoxicantes, se harán más racionales o más éticos o mejores. Señalan con el dedo a los adictos y a las sobredosis, y creen que ellos revelan la verdadera cara – y el final lógico – de pedir algo en el bar o fumarse algo. Y creen que podemos ser salvados de nosotros mismos, con sólo elegirlo. Su visión contiene su propia promesa intoxicante.

Su logro más famoso – la criminalización del alcohol en los Estados Unidos entre 1921 y 1933 - es una de las grandes parábolas de la historia moderna. La magnífica historia escrita por Daniel Okrent, “Last Call: The Rise and Fall of Prohibition” [“Última Llamada: Auge y Caída de la Prohibición”], muestra cómo una coalición de gente de gran corazón, la mayoría bien intencionados, se unieron y cambiaron la constitución para prohibir la bebida. El día que comenzó, uno de los líderes del movimiento, el predicador evangélico y antiguo héroe del básquetbol Billy Sunday, le mostró a su extática congregación cómo se vería el Nuevo Mundo Seco: "Se acabó el reino de las lágrimas. Los barrios pobres pronto serán sólo un recuerdo. A nuestras prisiones las convertiremos en fábricas y a nuestras cárceles en almacenes. Los hombres caminarán erguidos, las mujeres sonreirán y los niños reirán. El infierno quedará rasgado para siempre.”

Nunca fue más urgente contar la historia de la Guerra contra el Alcohol – porque su nieta, la Guerra contra las Drogas, comparte el mismo ADN. Este paralelismo se cierne sobre el libro como un añejo vapor alcohólico, aunque Okrent sólo se refiere a él en la última página, brevemente - y prueba una vez más el viejo dicho de Mark Twain: “La Historia no se repite, pero sí rima.”

Nunca hubo unos Estados Unidos sin alturas químicas. Los indios usaban alucinógenos rutinariamente, y el barco que trajo a John Winthrop y los primeros puritanos al continente llevaba tres veces más cerveza que agua, junto con 10.000 galones de vino. Fue una sociedad tan remojada en alcohol, que da dolor de hígado leer las estadísticas más crudas: En 1830, el ciudadano promedio bebía siete galones de alcohol puro por año. Los Estados Unidos tenían tal hambre de borracheras que cuando se produjo un contragolpe contra toda esta bebedera, la propuesta inicial del movimiento de la abstinencia fue que diluyeran el alcohol con opio.

No es difícil ver los problemas, y el placer, que causaba este aire viciado de licor – y el contragolpe lo lanzó una furiosa ama de casa de un pequeño pueblo en Ohio. Un domingo de 1874, Eliza Thompson – una madre de ocho hijos que nunca había hablado en público- se paró frente a la multitud, en su iglesia, y anunció que los Estados Unidos nunca serían libres o devotos hasta que la última botella de whiskey se vaciara sobre la seca tierra. Una gran multitud de mujeres la ovacionó: creían que sus maridos malgastaban sus salarios en el bar. Marcharon como una sola hasta el bar más cercano, donde cayeron de rodillas y rezaron por el alma del dueño. Rehusaron marcharse hasta que él se arrepintiera. Hicieron turnos de oración de seis horas, en la calle, hasta que el patrón finalmente salió con la cabeza gacha, y aceptó cerrar el bar. Entonces, el maratón de rezos se mudó al frente de cada negocio de venta de alcohol del pueblo. En diez días, de los 13 bares originales sólo quedaban cuatro, y la rebelión se esparcía por todo el país.

Las mujeres fueron las que lideraron el primer grito de Abstinencia, y fueron las mujeres las que lograron que sucediera la Prohibición. Una mujer llamada Carry Nation se convirtió en símbolo del movimiento, cuando viajó de bar en bar con un hacha descomunal, volviéndolos pedazos a hachazos. De hecho, la Prohibición fue un de los primeros y más directos efectos de la expansión del voto. Este es uno de los primeros mechones grises en esta historia. Los proponentes de la Prohibición eran principalmente progresistas –y algunas de las personas más admirables de la historia estadounidense, desde Susan B. Anthony hasta Frederick Douglas y Eugene V. Debs. Las pioneras del feminismo estadounidense creían que el alcohol era la raíz de la brutalidad de los hombres contra las mujeres. El movimiento anti-esclavitud vio la adicción al alcohol como una nueva forma de esclavitud, que sustituía los grilletes en los tobillos por las botellas de whiskey. Uno puede ver el mismo prohibicionismo de izquierdas hoy día, cuando gente como Al Sharpton dice que las drogas deben ser criminalizadas, porque causan verdadero daño en los ghettos.

Por supuesto, también hubo proponentes de la Prohibición más obviamente siniestros, que presionaron a los progresistas para que hicieran extrañas alianzas. El Ku Klux Klan decía que la “ginebra de negro” era la principal razón por la que los negros oprimidos eran propensos a la rebelión y que si se prohibía el alcohol, estarían más aletargados. Un eco de esto persiste en la cepa actual de prohibición. La cocaína y el crack son igualmente dañinos, pero el crack –usado desproporcionadamente por los negros- tiene sentencias de cárcel mucho más largas que la cocaína, que es usada mayoritariamente por los blancos.

Fue en este contexto que surgió la Liga Anti-Bares, para convertirse en el grupo de presión más poderoso en la historia de los Estados Unidos y el único que cambió la Constitución a través de campañas políticas pacíficas. Comenzó con un hombrecito llamado Wayne Wheeler, quien era tan seco como el Sahara y el doble de recalentado – y un genio político, capaz de maniobrar a los políticos de todos los partidos para que apoyaran una prohibición. Los amenazó tejiendo una coalición de evangélicos, feministas, racistas e izquierdistas - el equivalente de arrear juntos a Sarah Palin, la Asociación Nacional de Mujeres, David Duke y Keith Olbermann, para hacer una fuerza política imparable.

Con la aprobación de la 18ª Enmienda en 1921, comenzaron las disfunciones de la Prohibición. Cuando uno prohíbe una droga popular que millones de personas quieren, la droga no desaparece. En cambio, se transfiere de la economía legal a las manos de patotas criminales armadas. A través de los Estados Unidos, los hampones se regocijaron de haber recibido uno de los mayores mercados en el país, y desataron una armada de cargueros, vapores y hasta submarinos para traer de nuevo el aguardiente. A nadie que lo quisiera, le faltó un trago. Como escribió el periodista Malcom Bingay, “Era absolutamente imposible conseguir un trago, a menos que uno caminara al menos unos tres metros y le hablara al ocupado barman con una voz suficientemente alta como para que lo pudiera oír por sobre el tumulto.”

Así que, ¿si no se logró eliminar el alcoholismo, qué se logró? Lo mismo que logra la prohibición hoy día – un desencadenamiento masivo de la criminalidad y la violencia. Estallaron las guerras entre bandas, torturándose y matándose unos a otros, primero, para conseguir el control de sus territorios y para conservarlo, luego. Miles de ciudadanos ordinarios quedaron atrapados entre dos fuegos. El ícono de la nueva clase criminal fue Al Capone, una figura tan fijada en nuestras mentes como el Rey del Crimen Carismático de la cicatriz en la cara, perseguido por el áspero agente federal Elliot Ness, que los detalles biográficos de Okrent lo parecen desinflar curiosamente. Capone sólo tenía 25 años cuando logró mandar en el bajo mundo de Chicago, a punta de torturas. Se fue de la ciudad cuando tenía 30, y era un cadáver sifilítico a los 40. Sin embargo, era un expositor elocuente de su propio caso, diciendo simplemente, “Le doy al público lo que quiere. Nunca tuve que usar vendedores agresivos. ¡Vaya! Si nunca pude satisfacer la demanda.”

En 1926, él y sus colegas hampones estaban ganando $3,6 millardos de dólares por año – ¡en dinero de 1926! Para ponerlo en perspectiva, esa cantidad era mayor que el presupuesto del gobierno estadounidense. Los criminales podían ofrecer más dinero y tenían más poder de fuego que el estado. Así que paralizaron a las instituciones de un estado democrático y reinaron, igual que lo hacen los narcos hoy en México, en Afganistán y en los ghettos, desde el Centro Sur de Los Ángeles hasta las banlieues de París. Les han entregado un mercado tan gigantesco que se pueden dotar de herramientas para intimidar a cualquiera en su área, sobornar a muchos policías y jueces hasta volverlos sumisos, y lograr un tamaño tan vasto que la policía honesta no podría ni empezar a agarrarlos a todos. El finado Premio Nobel de Economía, Milton Friedman, dijo, “Al Capone personifica nuestros intentos iniciales de prohibición; las bandas de los Crips y los Bloods personifican nuestro intento actual.”

Una noción sobre nuestro ataque de prohibición nos llega como una onda expansiva, más que cualquier otra, desde la historia de Okrent. Las bandas armadas criminales no le tienen miedo a la prohibición: les encanta. Okrent ha descubierto evidencias fascinantes de que, a veces, las bandas criminales financiaron a los políticos “secos”, precisamente para mantener vigente la prohibición. Sabían que si se terminaba, la mayoría del crimen organizado en los Estados Unidos iría a la quiebra. Es una ironía asquerosa que los prohibicionistas hayan tratado de presentar a los legalistas – entonces y ahora – como los “amigos de los contrabandistas” o “los aliados de los narcos.” La verdad es precisamente lo opuesto. Los legalistas son las únicas personas que pueden llevar a la quiebra y destruir a las bandas de narcos, igual que destruyeron a Capone. Sólo los prohibicionistas los pueden mantener vivos.

En cuanto un producto es controlado solamente por criminales, desaparecen todos los controles de seguridad y la droga se vuelve mucho más mortal. Luego de 1921, se hizo común diluir y etiquetar de nuevo al alcohol industrial venenoso, que todavía se podía comprar legalmente, y venderlo en vasos de medio litro. Este “matarratas” causó epidemias de parálisis y envenenamiento. Por ejemplo, un sólo lote de aguardiente malo dejó lisiadas a 500 personas en Wichita, Kansas, al comienzo de 1927 – un evento usual. Ese año, nada más en la ciudad de Nueva York, murieron envenenadas por aguardiente malo unas 760 personas. Wayne Wheeler persuadió al gobierno para que no eliminase las toxinas fatales del alcohol industrial, porque era bueno mantener ese “desincentivo”.

Las fallas de la prohibición eran tan obvias que los políticos en el poder admitían en privado que la ley se derrotaba a sí misma. El presidente Warren Harding se trajo $1.800 de bebidas alcohólicas cuando se mudó a la Casa Blanca, mientras que Andrew Mellon – el funcionario a cargo de hacer cumplir la ley – decía que “no era factible.” De igual modo, los tres últimos presidentes de los Estados Unidos fueron usuarios recreativos de drogas en su juventud. En cuanto dejó de ser presidente, Bill Clinton pidió la des-criminalización del cannabis, y posiblemente Obama haga lo mismo. Sin embargo mientras están en el cargo, continúan parloteando perogrulladas sobre “erradicar las drogas.” Insisten en que el resto de los líderes del mundo se resistan a los llamados de sus poblaciones para una mayor liberalización y, por el contrario, “toman medidas enérgicas” contra las bandas de narcos – sin que importe la violencia que desatan con eso. De hecho, Obama elogió recientemente a Calderón por sus “enérgicas medidas” contra las drogas, llamándolo – sin ironía aparente – “el Elliot Ness mexicano.” Obama debería saber que Ness llegó a pensar que su Guerra al Alcohol fue un siniestro fracaso y que murió hecho un borracho – pero la prohibición de las drogas les nubla el cerebro a los políticos.

Ya en 1928 estaba claro el fracaso de la Prohibición, pero sus opositores estaban desmoralizados y sin esperanzas. La prohibición parecía una parte inmóvil del paisaje político estadounidense, puesto que volver a modificar la Constitución requería de grandes mayorías en cada estado. Clarence Darrow escribió que “trece estados “secos” con una población total menor que la del estado de Nueva York pueden retardar que se derogue, hasta que vuelva a pasar el cometa Halley” así que “uno podría igualmente hablar de tomar unas vacaciones de verano en Marte.”

Sin embargo, sucedió. Sucedió de repente y completamente. ¿Por qué? La respuesta se encuentra en su billetera, con el duro dinero. Luego del Gran Crack, los ingresos de impuestos sobre la renta del gobierno colapsaron 60 por ciento en sólo tres años, mientras que la necesidad de gastar para estimular la economía llegó a las nubes. El gobierno de los EEUU necesitaba una nueva fuente de ingresos, pronto. De pronto, la gigantesca industria sin obstáculos del alcohol se vio como una enorme olla llena de dinero, al final del arco iris prohibicionista. ¿Podría suceder lo mismo hoy, después de nuestro Gran Crack? El estado de California, en bancarrota, está por pasar un referéndum para legalizar el cannabis y gravarlo, y el gobernador Arnold Schwarzenegger ha indicado que se podrían recaudar cantidades masivas de dinero. Sí, la historia rima.

Es comprensible que mucha gente se preocupe de que la legalización cause un gran aumento en el uso de drogas, pero los hechos sugieren que eso no es así. Portugal des-criminalizó la posesión personal de todas las drogas en 2001 y – como lo demuestra un estudio de Glenn Greenwald para el Instituto Cato – casi no tuvo ningún efecto. De hecho, el uso de las drogas disminuyó un poco entre los jóvenes. Del mismo modo, Okrent dice que terminar la prohibición del alcohol “hizo más difícil, no más fácil, conseguir un trago. …Ahora había horarios de cierre y límites de edad, así como una colección de proscripciones geográficas que mantenían a los bares o las licorerías a cierta distancia de las escuelas, las iglesias y los hospitales.” La gente no bebía mucho más. El único cambio fue que no tenían que recurrir a bandas criminales armadas para beber, y no tenían que terminar empinándose vaso de veneno.

¿Quién defiende la prohibición del alcohol hoy día? ¿Queda alguien que lo haga? El eco de este silencio nos debería sugerir algo. Eliminar la prohibición de las drogas parece un enorme esfuerzo, igual que lo pareció eliminar la prohibición del alcohol. Pero cuando desaparezca, cuando las bandas de narcos no sean más que un recuerdo en bancarrota, cuando los drogadictos sean tratados como gente enferma que necesita atención médica y no como criminales inmorales, ¿quién lo va a lamentar? La historia estadounidense está llena de marcas de pústulas de los movimientos utópicos que preferían las ilusiones simplistas al duro escrutinio de la realidad, pero que inevitablemente llegaron a su cima y finalmente reventaron como las olas. La resplandeciente historia de Okrent nos deja con una noción que se distingue de las demás, picante como el whiskey: La Guerra contra el Alcohol y la Guerra contra las Drogas fracasaron porque eran, bajo todo el bullicio, una guerra contra la naturaleza humana.