En el mundo de comunicaciones instantáneas que hoy
disfrutamos, ver los parecidos entre los eventos políticos de países que
parecen lejanos es cada vez más fácil. Por eso insistimos en mirar a los
acontecimientos en Egipto y otros países, que nos permiten aprender “en cabeza
ajena” sobre nuestro propio presente y los futuros posibles.
El artículo que sigue, publicado por Daron Acemoglu y James
A. Robinson en Foreign Policy el 5 de Agosto de 2013, es otro ejemplo llamativo
de las lecciones que podemos aprender de Egipto.
La serpiente
que se devora a sí misma.
Porqué los golpes
generan golpes que generan golpes.
Publicado por Daron Acemoglu y James A. Robinson en Foreign
Policy el 5 de Agosto de 2013.
El sistema político
turco –intentando forjar una síntesis entre unas fuerzas armadas fuertes y
políticamente activas, la élite más acomodada, educada (y a menudo burocrática)
y la mayoría empobrecida, conservadora y musulmana- solía ser promocionado como
un modelo a seguir para el resto del Medio Oriente. Las manifestaciones recientes
contra el gobierno del presidente Recep Tayyip Erdogan han dado a entender que
la democracia turca es mucho más frágil, y en muchas formas más superficial,
que lo que muchos sospechaban. Pero a pesar de los eventos recientes, todavía
hay lecciones importantes de la historia turca para el resto de la región –particularmente
para Egipto.
Los problemas de la
democracia turca en los últimos 70 años, y el impasse actual creado por la actitud
de línea dura del gobierno hacia los manifestantes pacíficos, reflejan una
polarización muy arraigada en la sociedad, que se ha desarrollado durante décadas.
Pero también ha sido explotada por facciones rivales y caudillos cuando
pensaron que la polarización podía serles políticamente útil.
La polarización de
Turquía, así como la de Egipto, a menudo la pintan desde el exterior como un
choque entre los liberales occidentalizantes y las élites por una parte, y las
masas tradicionales y religiosas. Esta imagen es sólo parcialmente verdadera –y
principalmente engañosa. El conflicto esencial en ambos países debería verse
enraizado en desigualdades políticas, sociales y económicas.
El gran economista
Simon Kuznets argumentó que las etapas tempranas del desarrollo económico deben
necesariamente estar asociadas con un aumento en la desigualdad. La
modernización económica y social de hecho ha creado profundos abismos en muchas
sociedades en América Latina, Asia y el Medio Oriente. Pero no hay nada natural
en estas desigualdades. Más bien, ellas reflejan el hecho de que las
oportunidades están distribuidas muy desigualmente, particularmente en los
tempranos días del desarrollo, a menudo abiertas sólo a aquellos que ya controlan
el poder político, u ocupan posiciones de privilegio en la sociedad.
La injusticia de
este proceso de desarrollo, así como el sentido de injusticia que genera que a
menudo excede la realidad, yace bajo la tendencia a la polarización en estas
sociedades.
A pesar de que las
líneas de falla en estos países se centran en el abismo entre los que tienen y
los que no tienen, la consiguiente polarización toma diversas apariencias. En
muchas partes de América Latina los que quedan rezagados, sin poder político ni
oportunidad económica, son a menudo comunidades indígenas o mestizas, que
sienten agudamente la injusticia de este proceso de desarrollo atrofiado. Ellos
son los que no tienen acceso a la educación, a la salud pública, a las
carreteras o a una voz política. No sorprende que sean ellos los que asocien a la
modernización con su situación difícil, y se agrupen en torno a líderes
populistas como Nicolás Maduro en Venezuela, Evo Morales en Bolivia y Rafael
Correa en el Ecuador.
En Egipto y Turquía
los rezagados a menudo son los millones que viven en las ciudades provinciales
y el campo o han emigrado recientemente de allí. Estos grupos son la base
islamista, pero aún cuando la defensa de la religión y la tradición se vuelven sus
consignas, cabría preguntarse cuánto de sus reclamos se remonta a la exclusión
política, social y económica. El principal problema que enfrenta la democracia
en muchas sociedades, particularmente en Turquía y Egipto, es conciliar estas
divisiones mientras crea un sistema político y una economía más incluyentes.
Allí es donde
Turquía ha fracasado muchas veces en su historia, y Egipto debería haber
prestado atención a esas lecciones. Por desgracia, Egipto está siguiendo la
misma senda peligrosa.
¿Demasiado
dramático? Veamos los hechos.
Como en Egipto, la
primera transición a una verdadera democracia multi-partido en Turquía fue un
proceso doloroso, que no llegó sino hasta 1946, con la fundación del Partido Demócrata
(PD), un partido conservador favorable a los empresarios, que deseaba apartarse
del enfoque piramidal de las fuerzas armadas y las élites burocráticas y dirigirse
a las prioridades de las masas. Dos experimentos anteriores sin entusiasmo con
una democracia multi-partido controlada fueron truncados por Mustafa Kemal
Atatürk, cuando resultó que la oposición leal atrajo mucho más apoyo del que
podía tolerarse.
En 1950, para gran
decepción y temor de los militares y las élites del estado, el PD, conducido
por su líder Adnan Menderes, llegó al poder con una victoria aplastante en las
elecciones. Quizás inevitablemente, dado que su base era más pobre, más
provinciana, menos educada y más religiosa, su retórica era populista y teñida
de Islam, amargándole aún más la vida a las élites estatales.
Pero los líderes del
PD, ellos mismos destetados de la política dentro del partido gobernante antes
de 1946, tampoco eran ángeles. La corrupción era rampante. Lo que es más, una
vez que vieron caer su popularidad, adoptaron por completo el manual de instrucciones de sus rivales
y le subieron el volumen a la represión. Los periódicos empezaron a salir con
grandes columnas en blanco, donde habrían estado los artículos censurados a
último momento.
Entonces, en Mayo de
1960, vino un golpe militar, ampliamente apoyado por la burocracia, las élites
intelectuales y los “liberales” turcos supuestamente pro-democracia. El
entusiasmo era palpable: los militares estaban salvando a la democracia del PD
y de Adnan Menderes, arrebatándole el poder a las masas consideradas demasiado
inmaduras para la democracia o la política, y colocando el poder firmemente en
las manos de los más cultos. Las fuerzas armadas se movieron rápidamente para llevar
a la horca a tres de los líderes del PD –incluyendo al mismo Adnan Menderes.
Envalentonados por
la experiencia, los militares intervendrían tres veces más en la política turca
en los siguientes 40 años, profundizando en ese proceso la polarización de la sociedad entre
las élites y el resto.
Hoy todavía se ven
los ecos de esta polarización. Las protestas pacíficas en todo el país se
enfrentan con la brutal represión de la policía y la actitud intransigente de
Erdogan y su partido gobernante AKP, con todo el apoyo de sus leales partidarios.
Ellos ven las protestas como otro intento más de las élites educadas, seculares
y pro-militares de conservar el poder. Esto es algo comprensible dado que –apenas
en Abril de 2007- los militares, apoyados por esas élites y el tribunal
constitucional, trataron de derrocar al AKP y cerrarlo (el gobierno no
renunció, al tribunal constitucional se le enfriaron los pies a último momento
y el AKP y su gobierno sobrevivieron).
¿Qué habría pasado
en la política turca sin el golpe militar de 1960? Quizás Menderes y otros miembros de la élite del PD hubieran dañado irreparablemente la economía o de algún modo
arreado a la sociedad a la sumisión total antes de la siguiente elección,
estableciendo eficazmente su propia dictadura. Pero esto parece poco probable.
Mas bien, los habrían sacado a patadas del poder en la siguiente elección,
cementando la reputación de la democracia turca.
Mirando a través de
este cristal, la situación en Egipto es bastante parecida. Igual que el PD en
Turquía, una vez que llegaron al poder, los Hermanos Musulmanes abandonaron
todo el barniz conciliador, en busca de compromisos, que proyectaban antes de
las elecciones. Y con toda seguridad, Mohamed Morsi comenzó a volverse
autoritario, intentando poner a su gente en posiciones de poder dentro de la
burocracia del estado. Y sí, de nuevo como en Turquía hacia el final del
gobierno del PD, la economía estaba enferma.
Entonces, ¿qué
habría pasado sin el golpe que tuvo lugar el 3 de Julio de 2013, que sacó
ignominiosamente a patadas a Morsi del poder y lo llevó a una cárcel militar?
De nuevo, nadie
sabe. Es posible que la economía hubiese sido dañada tan profundamente que
estallaran protestas aún mayores y más violentas. Los Hermanos Musulmanes
podrían haber tomado las arterias del poder tan completamente que hubiesen
podido establecer su propia dictadura, bloqueando eficazmente cualquier camino
temporalmente abierto hacia una democracia verdaderamente incluyente, donde el
poder se compartiese pluralistamente en vez de ser empuñado sin ningún
compromiso por quien se encontrase al mando en ese momento.
Pero este escenario
parece tan poco probable como el de que el PD en Turquía estableciese su propia
dictadura frente a una oposición fuerte, movilizada. Ya había un fuerte descontento
con Morsi y su gobierno, testimoniado por más de 22 millones de firmas
solicitando su renuncia antes de que tuviera lugar el golpe. Con este nivel de
oposición en una sociedad ya movilizada, ¿podrían realmente los Hermanos
Musulmanes establecer su propia dictadura antes de la siguiente elección?
Igual que en Turquía
en 1960, lo que realmente le hacía falta a Egipto era que los que habían
llegado al poder por primera vez perdieran una elección. No porque el otro lado
no pudiese soportar la idea de que aquellos que habían sido vistos como
ciudadanos de segunda clase durante tanto tiempo se sentaran en el palacio
presidencial, sino simplemente porque no estaban gobernando bien. Porque
simplemente perdieron el apoyo de la gente común y tenían que irse del mismo
modo que vinieron, a través de elecciones.
Igual que en
Turquía, Egipto necesitaba garantías a ambos lados de que la política puede ser
incluyente, con cada segmento de la sociedad, sin importar el credo, la religión,
género y estatus social, compartiendo el poder. En cambio, en la primera hora
del reto democrático, Turquía obtuvo la pesada bota de los soldados, no sólo
aplastando su floreciente democracia sino manchando a sus intelectuales y sus
élites en el hecho. Igual pasó en Egipto.
El fracaso de las
élites turcas en tolerar la inclusión de grandes segmentos de la población en
el sistema político y la violencia desenfrenada que ejercieron sobre líderes
políticos que no eran de su gusto, polarizó más a la sociedad y endureció a los
que quedaron fuera del poder. Dejó a los que les negaron una silla en la mesa
política sin verdadera convicción en la política democrática. Lo mismo está
pasando en Egipto.
No hay una solución
fácil, pues la espiral se alimenta a sí misma. Pero muchos países han mostrado
cómo se la puede romper desarrollando e institucionalizando un equilibrio del
poder en la política, en lugar de vivir simplemente con la dominación de un
grupo sobre el resto de la sociedad. Sin embargo, este es un proceso lento, que
no es probable que despegue pronto en ninguno de los dos países.
Un cambio más rápido
puede venir de líderes con visión y coraje, como lo ejemplifican los esfuerzos
incansables de Nelson Mandela para cerrar el enorme abismo entre los negros y
los blancos en Suráfrica. Sus gestos para construir una “nación arcoíris” multirracial
e incluyente llegaron a la cima cuando vistió la camisa del equipo de rugby,
los Springboks, asociado tradicionalmente con el estado racista de apartheid y
represión contra los negros, dando una señal a los que estaban fuera del
gobierno que ellos todavía estaban, y continuarían estando, incluidos en el
poder –sus voces serían escuchadas, sus derechos serían respetados.
Por desgracia, nadie
en Turquía o en Egipto ha mostrado ni la mitad de ese coraje. Pero todavía
podemos esperar con optimismo, consolándonos con que romper la espiral de la
polarización requiere paciencia.
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