La situación de Egipto puede parecer, a veces, la posible historia
de nuestro futuro cercano. Es un ejemplo de las cosas que pueden pasarnos, si
tomamos las mismas decisiones que ellos. Por eso es importante darle un
vistazo, y pensar un poco en nuestro presente.
Lo que sigue es la traducción de un artículo por Reza Aslan,
sobre el golpe de estado en Egipto, y las razones por las que no deberíamos apoyarlo.
Por supuesto, si consideramos que el gobierno Morsi era una especie de “madurismo
islámico”, al menos a la mitad de los venezolanos se nos hace inmediatamente
claro que no se podía continuar con ese gobierno, y que salir de ese régimen
era una necesidad tan vital como respirar – suponiendo que las condiciones para
poder salir de él estuviesen dadas. Para ahondar en esta idea, luego sigue un
artículo de Michael Wahid Hanna, donde se explica la responsabilidad de Morsi
en causar la situación política egipcia actual.
Egipto: Las devastadoras consecuencias de la revolución anti-Morsi.
Publicado por Reza Aslan el 2 de Julio de 2013 en Sneak Peek.
Un partido islamista
gana unas elecciones justas y libres y luego es derrocado por un golpe militar,
tácitamente animado por la oposición liberal y secular, muchos de los cuales
prefieren una dictadura militar a una democracia gobernada por conservadores
religiosos. Si este escenario le suena familiar, es porque lo hemos visto
antes.
En 1991, el Frente
Islámico de Salvación (FIS), un grupo político islámico, ganó la primera vuelta
de las primeras elecciones multi-partido de Argelia desde que el país ganó su
independencia en 1962. Cuando las encuestas predijeron que el FIS ganaría una
mayoría absoluta en el parlamento argelino en la segunda vuelta de las
elecciones, los militares repentinamente intervinieron y anularon las
elecciones. El golpe de estado radicalizó a los islamistas y llevó a una década
de guerra civil que tuvo como resultado más de 100.000 muertos.
Puede que no sea una
analogía perfecta, pero es difícil no pensar en Argelia cuando uno ve lo que
está pasando en Egipto. Después de que millones de manifestantes inundaron las
calles en todo el país el domingo, demandando la salida de Mohamed Morsi, el
primer presidente electo democráticamente en ese país, los militares egipcios
emitieron un comunicado diciendo que el gobierno de Morsi tenía 48 horas para
responder al levantamiento actual antes que ellos intervinieran con un “mapa de
medidas impuestas bajo la supervisión de los militares.”
La declaración del
Consejo Supremo Militar de Egipto (SCAF) puso en claro que “las fuerzas armadas
no participarán del círculo de la política o el gobierno, y los militares
rehúsan desviarse de la visión democrática original que fluye de la voluntad
popular.” Pero si Ud. cree que los mismos generales que hasta hace dos años realmente
gobernaban el país, no quieren recuperar el poder, entonces tengo una pirámide
que me gustaría venderle. Los Hermanos Musulmanes de ningún modo son los únicos
que ven el comunicado de SCAF exactamente como lo que es: un golpe de estado.
Notablemente, la
declaración de SCAF fue recibida con vítores de muchos en el fracturado
movimiento opositor, aún de aquellos que todavía llevan las cicatrices de la
lucha contra el gobierno militar en Egipto. Como en Argelia, parece que muchos
liberales egipcios han decidido que una dictadura militar (como la de Jordania)
sería mejor que un gobierno de los Hermanos Musulmanes.
Durante las
protestas recientes, algunos manifestantes abiertamente cantaban consignas a
favor del retorno del gobierno militar. Sin embargo, para la mayoría no había
necesidad de ser tan obvios. El mensaje de la manifestación era claro: si los
militares no intervenían en la crisis, las manifestaciones continuarían.
Por supuesto, un
escenario así –manifestaciones prolongadas, continuas- no es realmente una
opción para Egipto, donde la economía ya está al borde del colapso total. El
país necesita desesperadamente miles de millones de dólares en garantías de
préstamos del FMI, de las cuales no se entregará ni un centavo hasta que haya algún
grado de estabilidad política.
Lo que está claro
ahora es que no puede haber tal estabilidad con el gobierno del presidente
Morsi. Pero tampoco puede haber ninguna clase de estabilidad con un gobierno de
la oposición, que está en tal estado de confusión y desorden que no se puede
concebir que sea vista por una fuerza del exterior –y menos por el FMI- como
una alternativa seria, viable, al gobierno actual. Eso deja al SCAF como la
única fuerza capaz de estabilizar al país, lo cual significa que Egipto puede
volver prontamente al status quo previo a la Primavera Árabe: un estado
policial opresor que sabe cómo mantener las calles en calma. La única
diferencia, por supuesto, será que supuestamente será el general Abdul Fatah
Khalil Al-Sisi el que mantenga el orden, en lugar de Hosni Mubarak, el antiguo
dictador.
De modo que dentro
de unos años, cuando se juramente el Presidente Vitalicio Al-Sisi y los
Hermanos Musulmanes, radicalizados por la creencia en que fueron ilegalmente
arrojados del poder, decidan rechazar la política y volver a la violencia,
podremos ver repetirse la historia con consecuencias igualmente devastadoras.
La culpa es de Morsi. Cómo hundir un país en 369 días.
Publicado por Michael Wahid Hanna el 8 de Julio de 2013 en
Foreign Policy.
Digamos esto muy
claramente: A nadie le debe agradar la división y el derramamiento de sangre
que están ocurriendo en las calles de El Cairo en este momento, especialmente a
medida que aumenta la represión militar. Pero también hay que ser claro en
esto: Un solo hombre tiene la responsabilidad final por la crisis de liderazgo:
Mohamed Morsi.
Con Morsi
arbitrariamente detenido por los militares luego de su derrocamiento el 3 de
Julio pasado y las fuerzas de seguridad egipcias permitiéndose una represión excesiva
y violenta, el ex presidente egipcio y sus Hermanos Musulmanes tienen legítimos
reclamos sobre su injustificable tratamiento. Pero no olvidemos cómo llegamos a
este macabro punto. La noche del 30 de Junio, encarando protestas y
movilización de masas sin precedentes en toda la nación, Morsi fue herido
políticamente, quebrantada su legitimidad, dañada irreparablemente su capacidad
de gobernar a Egipto. En respuesta a la campaña popular, de base, que llevó a
millones a salir a las calles, sectores críticos de la burocracia estatal
abandonaron al presidente, dejándolo con un control del poder nominal e ilusorio.
Se encontró con un país peligrosamente polarizado, su tejido social
deshilachándose. En ese momento Egipto tenía pocas opciones fugaces de evitar
la macabra posibilidad de conflictos civiles –y todas dependían de Morsi.
A pesar de heredar insolubles
problemas políticos, económicos y sociales, cuando Morsi accedió al poder el 30
de Junio de 2012 tenía opciones – y escogió la ganancia partidista, la política
de suma cero y la demagogia populista. En un sistema sin contrapesos que
funcionen, esas opciones generaron niveles crecientes de polarización,
destruyendo la confianza e incapacitando al estado. Estas decisiones eran un
reflejo de su hostilidad a la crítica y de la denigración del rol de la
oposición en la sociedad egipcia por los Hermanos Musulmanes y por él mismo. En
el periodo anterior a las protestas masivas en el aniversario de la
juramentación de Morsi el 30 de Junio de este año, cuando las concesiones y los
compromisos podían haber encontrado una salida ordenada para Egipto, en cambio
Morsi ofreció a regañadientes promesas gaseosas y gestos huecos.
Las fatídicas, equivocadas
decisiones tomadas durante su mandato, antes y después de las manifestaciones
del 30 de Junio han colocado ahora a Egipto en el ápice de la lucha civil y el
conflicto violento. Un presidente aislado, intransigente, eligió ignorar la
realidad y poner al país en rumbo hacia una innegablemente desafortunada intervención
militar en la política civil. Mientras que Morsi y los Hermanos Musulmanes
ahora asumirán el rol que les es más familiar de víctimas, ayudados
significativamente por la brutalidad y estupidez de un represivo sector egipcio
de seguridad, la responsabilidad primaria del derrocamiento de Morsi y del
peligroso estado de Egipto recae sobre el depuesto presidente y sus Hermanos.
Nada de esto era inevitable.
No quiero sugerir
que ahora los Hermanos deberían ser expulsados del país, perseguidos o forzados
a la clandestinidad. Los Hermanos Musulmanes son un movimiento político, social
y religioso orgánico, de profundas raíces y con una base robusta y resistente.
Deberían ser parte del futuro de Egipto. Pero su participación en el pasado
reciente de Egipto ha sido un desastre sin ningún paliativo.
Las fatales decisiones
finales de Morsi confirmaron su visión partidista, insular, que ponía primero a
los Hermanos Musulmanes que a la nación. Simplemente, no pudo entender que su
sociedad secreta no tenía un monopolio sobre Egipto y que sus victorias
electorales no eran un mandato ilimitado. Los Hermanos Musulmanes creyeron que
la serie de elecciones del 2011 y 2012, que representaban en muchas maneras las
últimas elecciones de la era de Hosni Mubarak, dieron una señal de algo
esencial sobre la sociedad egipcia y el lugar de los Hermanos en ella.
Estos rasgos –
terquedad, insularidad y paranoia- se mostraron vívidamente mientras Egipto
escoraba hacia el 30 de Junio, pero ya se habían manifestado repetidamente
durante el corto e infeliz tiempo en el poder de los Hermanos.
Los 369 días en el
poder de Morsi se distinguieron por la carencia de reformas, que alejaron a los
activistas y reformistas; una falta de reconciliación, que bloqueó cualquier
contacto potencial con miembros del antiguo régimen; y un gobierno estrecho,
monopólico, que lo enemistó con todas las fuerzas políticas –incluyendo sus
antiguos aliados islamistas, particularmente el partido al-Nour, que abandonó a
Morsi en sus últimas horas. Este enfoque temerario del poder provocó el
alejamiento, paralizó al gobierno y resultó en la represión y el descontento –
y la oposición creció.
La lista de cargos
es condenatoria y se remonta al periodo inmediato post-Mubarak, cuando los
Hermanos decidieron seguir una transición procedimental formalista que veía
sólo a las elecciones como la democracia, mientras ignoraba hacer reformas
sustantivas a un sistema fallido. La estrecha ventana para enfrentar al estado
policial y el capitalismo de los amigotes de Mubarak habría requerido una
cierta medida de solidaridad entre las fuerzas que propulsaron el levantamiento
contra Mubarak. Pero en la primera de una serie de traiciones, los Hermanos
Musulmanes dirigieron el rumbo a reequipar el estado autoritario de Mubarak e
incautar sus herramientas de represión, con los Hermanos mismos al timón.
Los Hermanos
Musulmanes no sólo ayudaron a elaborar y endosaron el defectuoso mapa de la
transición del gobierno militar interino, que estaba lleno de vacíos y
omisiones, sino que los Hermanos inmediatamente se dispusieron a estigmatizar a
sus oponentes, sobre la base de una burda demagogia sectaria y religiosa. Las
fuerzas reformistas y activistas que buscaron desafiar el orden político
emergente fueron enlodadas y tratadas como obstáculos en la búsqueda de
ganancias partidistas de los Hermanos Musulmanes. Por lo tanto se puso en movimiento
una transición insubstancial cuya sola característica definitoria era una
agotadora serie de elecciones.
A pesar de esta
falta de confianza, muchos reformistas eligieron apoyar a Morsi en su campaña
contra Ahmed Shafiq, el incondicional del antiguo régimen de Mubarak, por miedo
a una inmediata recaída autoritaria. Estos partidarios de mala gana fueron
engatusados con una serie de promesas relativas a un gobierno inclusivo, con
compromisos de seleccionar un grupo diverso de consejeros y un grupo diverso
para el organismo constituyente del país. Esta astucia fue decisiva para la
estrecha victoria electoral de Morsi.
Esas garantías,
consagradas en un documento formal hace casi un año, quedaron casi
uniformemente sin cumplirse, preparando el escenario para un periodo turbulento
de autoritarismo progresivo, pésima administración y profundización de la
polarización. Con contrapesos limitados, Morsi buscó castrar al poder judicial
mientras iniciaba un esfuerzo concertado, y finalmente inútil, de captura de
varias instituciones del estado. Los más condenables en este sentido fueron los
esfuerzos por alcanzar un modus vivendi con los antiguos torturadores de los
Hermanos en una policía sin reconstruir, cuyas prácticas abusivas continuaron con
impunidad. Mientras tanto, Morsi y su gobierno elogiaban a la fuerza de policía
y le daban a sus miembros aumentos de sueldo y promociones. Es pertubadoramente
irónico que esta fuerza policial esté ahora ocupada en un esfuerzo para
reprimir a los Hermanos Musulmanes y a sus partidarios hasta conseguir su
conformidad.
Legislativamente, el
gobierno de Morsi impulsó legislación restrictiva en varios frentes, incluyendo
leyes que impedían los sindicatos independientes e interferían en la operación
de organizaciones no gubernamentales. Su gobierno hizo poco para limitar un
repunte en los enjuiciamientos por crímenes de expresión, incluyendo casos de
blasfemia y aquellos relacionados con insultar a la presidencia. Más aún, el sistema
legal fue corrompido y usado como una herramienta política luego de la
designación a dedo de un Fiscal General.
Esa designación fue
lograda mediante la declaración constitucional dictatorial de Morsi de
Noviembre del 2012, que le dio inmunidad temporal de cualquier supervisión
judicial y preparó la escena para la contenciosa adopción de un descuidado
documento como el texto fundacional del país. Para muchos, este era el acto
final para institucionalizar la crisis política de Egipto. La aguda
polarización hizo que las acciones básicas de gobierno se volvieran imposibles
y fomentó la crisis económica del país – mientras el rápido aumento del
desempleo ayudaba a activar la oposición de sectores de la sociedad
anteriormente inactivos. La oposición a Morsi ya no estaba limitada
geográficamente o definida por la clase social; en cambio, estaba ampliamente
dispersa geográficamente, representando a un amplio espectro de la sociedad
egipcia, incluyendo a los pobres urbanos y a diversos grupos rurales.
Finalmente, este
descontento en rápido crecimiento tomó las calles en manifestaciones que
excedieron en tamaño y alcance a las que derrocaron a Mubarak en Enero y
Febrero de 2011. Las señales de alarma estaban a la vista de todos, excepto
quizás para los despreocupados y arrogantes líderes de los Hermanos Musulmanes.
Mientras que la
campaña Tamarod (“Rebelde”) fue una proeza extraordinaria de creatividad y
organización, su éxito se basaba primeramente en la indignación y la frustración
que se acumulaban en toda la sociedad egipcia contra la administración cada vez
más autoritaria, monopolista e incompetente de Morsi. Sin un mecanismo
constitucional inmediato para su destitución, millones de personas tomaron las
calles pidiendo su salida, esperando algunos que la presión pública lo forzara
a renunciar, otros presionando a favor de una intervención militar.
Con esta rotunda
demostración de falta de confianza y la frágil situación de seguridad en el
país el 30 de Junio, la probabilidad de violencia era alta. Pero en ese momento
crucial, Morsi todavía tenía opciones. Él, y sólo él, podía haber bajado el
volumen de la retórica y evitado el derramamiento de sangre por venir. En
cambio, su imprudente despreocupación aseguró que las soluciones de compromiso
no se lograsen. Así Egipto fue abandonado a lo inevitable: un derrocamiento
militar y una espiral de guerra callejera.
El reconocimiento de
la realidad hubiera sido una salida honorable para Morsi. Un ejecutivo
incapacitado con un tenue control de la autoridad que no puede gobernar
eficazmente –aún en el tope de su popularidad- ya no está en una posición que
le permita cumplir su papel. Una salida segura negociada habría conservado
también las ganancias políticas de los Hermanos Musulmanes y asegurado su
participación en el diseño de la etapa de transición y las elecciones siguientes.
Tal salida también habría reversado su desastrosa decisión de renegar de sus
compromisos previos e impugnar la elección presidencial, aliviando por lo tanto
a la organización del enorme esfuerzo de gobernar a Egipto durante este periodo
tumultuoso.
Tal decisión hubiera
requerido que Morsi emprendiese una minuciosa evaluación de sus errores y una
valoración objetiva de la dinámica actual del país. Aún cuando estos fuesen
unos pasos muy difíciles, eran la única salida de Egipto. En cambio, el país ha
elegido un veneno en vez del otro.
Pero al final, no
puede emerger ningún orden político que funcione, y menos una transición
democrática, sin la participación libre, justa y completa de los Hermanos
Musulmanes. Con Morsi ahora incomunicado y supuestamente lleno de justa
indignación por su suerte, todavía puede hacer volver a Egipto del borde del
abismo. Sin embargo, para hacerlo hace falta que sea un verdadero líder y que
haga una dolorosa concesión-poner al futuro de su país primero.
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