OPINIÓN| América Latina
LOS VECINOS DE VENEZUELA NO PUEDEN ESPERAR AL
TÍO SAM
UNA CRECIENTE
CRISIS DE REFUGIADOS DEMANDA UNA RESPUESTA REGIONAL MÁS COORDINADA
Por Shannon
O’Neill
26 de
febrero de 2018
La crisis
de refugiados de Venezuela está haciendo metástasis. De acuerdo con las
Naciones Unidas, 5.000 venezolanos han huido a Curaçao, 20.000 a
Aruba, 30.000 a Brasil, 40.000 a Trinidad y Tobago, y más de 600.000 a Colombia.
En el pasado,
los Estados Unidos han liderado la respuesta a los éxodos disparados por crisis humanitarias
o políticas. En 1980, le dio la bienvenida a 125.000 cubanos que se escapaban
en lo que se llamó el éxodo del Mariel. Casi dos décadas después, les dio un
respiro a decenas de miles de hondureños y nicaragüenses luego del huracán
Mitch y a más de 250.000 salvadoreños luego de un terremoto en 2001. A pesar
de que la región no siempre le ha dado la bienvenida a algunas intervenciones
de los EEUU - piensen en Granada en 1983, Panamá en 1989 y América Central
en los 80 – cuando surgen las crisis, las naciones latinoamericanas todavía
miran al norte.
Sin
embargo, aunque los Estados Unidos han presionado a Venezuela para que
restablezca su democracia, la carga de enfrentar la implosión de la que era la
nación más rica de América Latina ha recaído más pesadamente sobre sus vecinos.
No pueden esperar hasta que unos EEUU distraídos y menos benevolentes hagan lo
correcto.
A pesar de
promocionar el “año del compromiso” con América Latina y desenterrar ecos
desafortunados de la doctrina Monroe, la administración Trump parece tener
pocas ganas de liderar en las Américas – al menos en los problemas más urgentes
de la región. Se salió del Acuerdo Trans-Pacífico, dejando abandonados a
Canadá, Chile, México y Perú, y ha amenazado repetidamente con acabar el Acuerdo
de Libre Comercio de América del Norte. Se fue del acuerdo climático de París,
que las naciones latinoamericanas apoyaban ampliamente, y echó atrás la apertura
con Cuba.
En cuanto a
los latinoamericanos mismos, es más probable que los EEUU los saque a
patadas o les atraviese un muro, a que les extienda una alfombra de bienvenida.
Recientemente terminó el Status Protegido Temporal de 200.000 salvadoreños
y 60.000 haitianos (el destino de unos 87.000 hondureños aún no está claro),
y parece que va a empezar a deportar a 700.000 “Soñadores” mexicanos y centroamericanos,
inmigrantes indocumentados que fueron traídos a los Estados Unidos de niños. No
solo ha disminuido a la mitad el número de plazas para refugiados; está
apurando las solicitudes de asilo de solicitantes recientes – una decisión que
probablemente tenga como resultado la rápida repatriación de muchos solicitantes
de asilo venezolanos que de otro modo podrían trabajar mientras se procesan sus
casos.
Altos
diplomáticos estadounidenses han señalado la difícil situación humanitaria y
los abusos de los derechos humanos de Venezuela. Pero en su gira por cinco
países de la región, el Secretario de Estado Rex Tillerson se enfocó más en
construir apoyo para nuevas sanciones, que en atender esta catástrofe más
inmediata. Y aunque la administración Trump le ha ofrecido ayuda a Venezuela
-que el gobierno de Maduro ha rechazado repetidas veces – los países que están
recibiendo a los refugiados de Venezuela han sido dejados mayormente por su
cuenta.
Colombia,
que lleva la carga más pesada, le ha otorgado su propia versión de status
protegido temporal a 150.000 venezolanos, mientras recorta el otorgamiento
de nuevas visas, refuerza el patrullaje militar para contener los cruces
ilegales de la frontera, y visita los campos de refugiados en Turquía para aprender
buenas prácticas. Brasil declaró el estado de emergencia en el estado fronterizo
de Roraima, duplicando las tropas y aumentando los servicios básicos para las
decenas de miles de recién llegados. Y aunque generalmente no son la primera
parada para los que escapan, Perú y Argentina han aflojado en algo los requisitos
para las visas, permitiendo que más emigrantes venezolanos se queden y trabajen.
Estas
respuestas de a poco no serán suficientes. La inundación de gente ya está agobiando
a las economías, escuelas, sistemas de salud y alojamiento básico fronterizos
en Colombia, Brasil y hasta en Ecuador. Los vecinos caribeños de Venezuela,
muchos con instituciones débiles y aún en recuperación después de los huracanes
del año pasado, están mal equipados para enfrentar esos nuevos retos. Y los que
se escapan son vulnerables al tráfico de personas y la extorsión, alimentando a
las organizaciones trasnacionales del crimen y la droga. La ola amenaza con cambiar
la política en este año electoral latinoamericano, cuando casi dos de cada tres
votantes se prepara a votar para elegir un nuevo presidente.
Desafortunadamente,
la coordinación entre las naciones latinoamericanas no será fácil. A pesar de
toda la retórica de cooperación y de casi dos docenas de cuerpos colegiados
económicos y diplomáticos regionales, los países y sus esfuerzos de política exterior
siguen siendo bastante solitarios. No hay una OTAN, ni una verdadera unión
aduanera, y hasta ahora no hay un cuerpo regional capaz y dispuesto para actuar
decisivamente. En cambio, y en parte debido al peso y el liderazgo del gigante
del norte, casi todos los países han adoptado históricamente un mantra de
no-intervención hacia sus vecinos.
Pero las
naciones latinoamericanas de hoy son distintas de sus encarnaciones más pasivas
del pasado. Con un PTB de más de $5 trillones, y dos de las 15 economías más grandes
del mundo, el creciente peso económico de la región significa que hay más
recursos disponibles para atender los costos de una crisis como esta. México se
unió recientemente a la creciente lista de naciones latinoamericanas que contribuyen
a las misiones de mantenimiento de la paz. Casi todos los países son democráticos,
y la mayoría están comprometidos a diseminar esas ideas ampliamente. Y el
efecto de desbordamiento de la crisis venezolana sobre sus propias poblaciones
votantes ha creado un sentido compartido de la urgencia.
Aliviar la
crisis humanitaria va a requerir coordinar y financiar esfuerzos masivos para dar
alimentos, agua, alojamiento y medicinas a los que ya están desplazados y a los
muchos más por venir. Va a significar crear escuelas (generalmente la mitad de
los refugiados son niños), construir infraestructura, y encontrar formas de que
los exiliados se ganen la vida. Y significará lograr que más naciones reciban a
los exiliados forzados, aliviando el aplastamiento de los vecinos inmediatos de
Venezuela.
Para galvanizar una respuesta, los líderes de la
región deberían acudir al Banco Interamericano de Desarrollo y al Banco
Mundial, para conseguir el trámite rápido de préstamos baratos para la
infraestructura enfocada en los refugiados. Deberían presionar a China, que no solo
codicia las materias primas latinoamericanas sino sus crecientes mercados de
consumo, tanto para que apoye ese esfuerzo como para que le aclare a Venezuela
que su conducta debe cambiar. Y deberían desafiar fuertemente a Cuba, que ha
apoyado y aconsejado al presidente Maduro según desmantelaba la democracia de
su país y diseñaba su autodestrucción económica y financiera.
Latinoamérica
no necesita un mecanismo nuevo para buscar esta respuesta más cohesionada y
global – el grupo de Lima de 14 países, de reciente creación, debería bastar, y
abundan los cuerpos diplomáticos más antiguos, desesperados por conseguir una
misión. Sus naciones solo necesitan convocar la voluntad y el liderazgo para
recoger el manto humanitario. Si lo hacen, es posible que sea el turno de que
los Estados Unidos los siga.